jueves, 20 de junio de 2019

TRAPOS SUCIOS.



       



       Hay muchas vidas lastradas por la culpa y el miedo. A veces, si conociéramos "aquello inconfesable", el "secreto atroz" que lastra la conciencia de alguien que conocemos, nos desencajaríamos de risa quizás, por lo nimio e inocente que nos parecería el asunto, el supuesto pecado. Pero la culpa, el miedo y la vergüenza son, ante todo, libres. Muy libres. A veces pareciera que son entes de vida propia, que habitan en nosotros sin nuestro permiso y que se alimentan de nuestras esperanzas. De la lucha infructuosa y agotadora contra ellos quedan secuelas: rencor, desconfianza y amargura y, sobre todo, una incapacidad de fondo para perdonar. Y así se cierra el círculo: vergüenza-culpa-miedo-impotencia para el perdón- rencor... ¡que me avergüenza otra vez!


Esta situación se ha descrito y se ha escrito sobre ella, en multitud de tratados académicos, en infinidad de libros de autoayuda y muchos y muy antiguos textos de algunas tradiciones espirituales. Pero mi mamá siempre lo resumió: "los trapos sucios se lavan en casa".  Ahora bien, entendamos la sentencia, porque no se trata de una ocultación vergonzante, un secretismo cobarde o una postura de hipócrita autoengaño. No se trata de taparnos mutuamente nuestras miserias, ni de exponerlas tampoco al morbo público. Se trata de, en nuestra casa -nuestro interior- , hacer esa transformación, esa limpieza, esa purga de emociones destructivas. Nadie tiene que verse salpicado de nuestras amarguras: ni lo entenderían, ni nos aportarían nada. 

¿Recetas? Yo sigo en la ignorancia y, por lo tanto, no puedo honestamente dar ninguna. Si puedo descartar muchas. Por ejemplo, se que sacrificar un pobre bicho, bajo la luna y en determinada combinación zodiacal mientra recito unas invocaciones, no va a funcionar. Es solo un ejemplo, pero habría muchos más. Lo que si descubro en todos los textos, de todas las épocas y de diversas disciplinas, son una serie de pasos comunes, de territorios emocionales a recorrer.

Lo primero, tras examinar mi interior, mis deseos profundos, mi conciencia, es saber si realmente me duele aquello que hice mal. Si me duele su recuerdo, me duelen las consecuencias que trajo para mí y para otros. Porque si tras hacer el mal, si tras el error, no me siento mal, tengo un problema aún mayor... ¡Pero descartemos esto!

En segundo lugar es saber si estoy dispuesto a hacer lo necesario para revertir, en lo posible, el mal causado. A mi mismo y a otros. Si realmente quiero cambiar. Cambiar yo para adaptarme a la realidad, no a cambiar la realidad para que se adapte a mí. Al respecto ya os dije antes que la magia, los talismanes y la fe hueca de contenido no me ayudarán, y además es posible que me hundan más en la distorsión de las emociones.

Una vez que sabemos exactamente cual fue nuestro error y con la determinación de enmendarlo, con alegría, con la felicidad de quien tiene un plan estupendo que sabe infalible me dirijo, ahora si, a comunicarlo: primero al ofendido -sea yo o un tercero- y después a los más íntimos: sea mi pareja, amigo, padres, hijos, terapeuta o grupo de ayuda que, en este caso como en otros, es mas que recomendable. Y aquí entra el perdón. El perdón es fantástico porque lo pido de corazón, con todo mi sentir y.. ¡ya está! El problema está ahora en el otro, que decidirá si me lo da o no. Ya no puedo hacer nada mas. El acto salutífero es el pedirlo. Que me lo concedan o no, es un hecho intrascendente excepto para mi ego que se sentiría ofendido. Pues que se joda: el es la causa de todos mis males.

Y ahora sí, ya que me he perdonado, que me he descubierto, que me he encontrado, también, en la mirada del otro, puedo poner en marcha mi plan maestro para enmendar el daño en lo posible y, además, marcar la piedra que me hizo tropezar, para advertencia de otros incautos como yo. 

Ahora sí, la ropa sucia lavada en casa, limpia, ordenada, se tiende al sol. Ya no hay vergüenza ni pudor. Hay legítimo orgullo y alegría. Todos pueden ver que en mi casa, como en la foto, no solamente se lava muy blanco, sino que está llena de la Esperanza nueva y grande de un bebé recién llegado y que quiero exhibir.

Así, siguiendo la analogía tan socorrida, cuidemos de nuestro niño. Manchará pañales y ropa, que lavaremos en casa con alegría y exhibiremos después con orgullo. No estoy orgulloso, ni quiero enseñaros la caca de mi bebé (ni mis caídas).  Pero si contaros que es un minúsculo precio a cambio de mirar, otra vez, cara a cara a la inocencia perdida: allí donde mora la Esperanza.





        
        




No hay comentarios:

Publicar un comentario