lunes, 13 de enero de 2020

Hoy quiero contaros algo de Antonia Amores Montero y Joseph Omobi Aguokobuo.
A veces, es “a toro pasado” como se calibran bien los acontecimientos y las personas. Por que, a la postre, no somos más que eso: un acontecimiento más. Somos por lo tanto efímeros y, como en una sesión de jazz o una pieza teatral, si no “quedamos grabados” , la aventura irrepetible de nuestra vida, sea esta una obra maestra, una horterada suma o un bodrio anestesiante, se perderá para siempre en la noche del tiempo y de nuestras frágiles y selectivas memorias.

La gratitud y la memoria.

Y yo no quiero eso. Yo quiero, yo amo, yo adoro la memoria, que es una forma sublime de gratitud. Y yo estoy agradecido a todas las personas de bien porque, independientemente de lo lejanos que estén en el tiempo o la distancia, sus buenas obras, palabras y pensamientos, contribuyen decididamente a hacer mejor el mundo en el que vivo. Puro egoísmo si quieren.
De los personajes “importantes”, de las grandes hazañas y de los desastres terribles ya andamos bien surtidos de cronistas, eruditos y exégetas. A mi, en cambio, me interesan sobre todo dos parcelas de la Historia: la de las personas sencillas que hacen grandes cosas y el de personas grandes que hacen cosas sencillas.

Aprender o morir.

A mi todo esto me costó lo mío aprenderlo, no crean, porque, como dice un viejo refrán, “cuando termina la vida de la escuela, empieza la escuela de la vida”. Yo siempre he procurado el maridaje entre ambas y tuve la suerte de que mis mayores y mis maestros se empeñaron en lo mismo. Por eso aprecio las “pequeñas” historias vividas por grandes personas: son las puntadas con las que se cosen las roturas del mundo, para hacerlo más abrigado, más libre, más humano.
Y de maridajes, de escuelas, de vidas y entendimientos, va esto. Porque se celebró en pasadas fechas, en la Escuela de Hostelería del I.E.S. Rosaleda, el almuerzo de Navidad de un centro de enseñanza. Pero no de uno cualquiera, no, sino del Centro de Educación de Adultos Palma-Palmilla, que dirige Adela Gordillo. Y creedme: si se da un lugar en donde los alumnos son fuente de experiencias, a veces durísimas, y de sabiduría de la vida, es este. Como guinda del pastel, además, en esta ocasión se sumaron dos artistas que, aunque de sabores bien distintos, representan muy bien lo que se consigue cuando lo ”otro” se suma a lo “nuestro” creando así un “nosotros”.

Al grano…

Ahora al grano. Todo este circunloquio me pareció necesario para dejar meridianamente claro quienes son Joseph Omobi y Antonia Amores, que amenizaron la velada con su arte y su corazón. Son, antes que nada, alumnos de este Centro. Pero hay más:
Joseph Omobi es, ante todo, un hombre libre. Hijo de un funcionario del gobierno y nacido entre seis hermanos, sintió pronto la llamada de la música, recibiendo clases de piano. Tocaba en el coro de su Iglesia y, aprovechando la más mínima excusa, se sentaba delante de un teclado, lo que le hacía un chico, cuando menos “peculiar”. Al menos en su ambiente de Lagos, en donde el trabajo duro, muy duro, para obtener la mera subsistencia, puede ser la mejor de las expectativas posibles. Pero en su alma grande, africana y ancestral, había una inquietud, un ansia viva y teologal: la Libertad. Movido por ella y alimentado sólo de música y de fe, se embarcó en la peligrosa aventura que le trajo hasta nosotros.
Cuando Joseph se sienta al piano se transforma. Se hace uno con los acordes y melodías que parecieran salir de él mismo más que del propio instrumento. Lo escucho y me lleno de sensaciones de Oscar Peterson, de Ramsey Lewis, de Tete Montoliú o de Mary Lou Willians. Y me sorprendió, porque reconozco -topicazo al canto- que esperaba recibirlas de Ofege, Fela Kuti o de Larry Ifediorama, aunque no fue así. Sus influencias musicales son las de quienes aman la música. Pero, sobre todo, recibió la influencia de “algo” , como dije, ancestral e inmarcesible. Y eso solo se comprende cuando Joseph te mira a los ojos, te da un apretón de manos o te da un abrazo de agradecimiento. Cosas de las Almas y los Siglos…
Y aparece Antonia Amores. ¿qué decir de ella que no esté viciado por el respeto, cariño y admiración que le profeso? Resumiré una evidencia constatable: arte y corazón ilimitados en una persona infinita. Bailaora, cantante y cantaora, modista, empresaria, activista política y enciclopedia viva del flamenco de Málaga… ¿lo véis? Casi infinita. La vida de Antonia daría material para más de una buena novela. Quizás lo dé…

Causas, efectos y principios.

Comienzan los acordes. El maridaje ocurre. Jazz, copla, flamenco, ¿que más dá? Cuando dos corazones enormes se encuentran, por su propio tamaño, se rozan un poco, parece que no caben bien en lo limitado de esta pobre y triste realidad. Pero es solo una apariencia.  Solo se están adaptando antes de fundirse en la expresión de algo más grande. Y surgen así los principios que mueven las causas y las palabras que cambian realidades. Esas realidades que cambian a las personas que son las que mueve, un poco, el futuro hacia un mundo mejor. Como ha sido siempre: grandes personas que, haciendo cosas sencillas, hacen que personas sencillas hagan  grandes cosas.

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